lunes, 31 de marzo de 2008

LIBRO (1)


Hace tiempo que debería haber empezado a hacer esto. Pero, no sé, no he podido. Remueve demasiado, evoca una barbaridad y provoca una nostalgia que, para nada, se corresponden con lo que aprendí allí, a vivir el presente.

Quizás es porque estoy otra vez allí, es decir, aquí. Sí, quizás esto me dé alas. Acabo de fumar un porro. Estoy sentado en la cama. Ventanal con cortinas abiertas y las montañas al fondo. Ordenador en las piernas y escribiendo las palabras que vosotros leeréis. Puerta de la habitación entreabierta porque, aquí, nadie las cierra, ¿para qué, si lo bueno es relacionarse? Sobre la mesilla de noche descansa un café con leche caliente; casero, muy casero, con leche en polvo y agua calentada a través de una pinza eléctrica, de marca Aroma -¡quality you can trust!-, de doscientos cincuenta vatios de potencia y 40 rupias de precio - menos de un euro -. Angels & Airwaves suena en los altavoces, primero “Distraction” y luego “It hurts”; son unas canciones que me hacen sonreír, hasta me dan esperanzas. Esto es bueno ya que debo empezar a contar mi historia. La historia que viví esos impresionantes años que cambiaron mi vida.

Es jueves veinte de marzo de 2008, esta noche es luna llena y mañana empieza la primavera.

¿Por dónde empezar?... Y el tiempo se disipa en los mil y un recuerdos que tengo.

TOM


Esta mañana, jueves veinte de marzo de 2008, mientras enviaba una crónica a Catalunya Radio - con declaraciones del Gobierno del Tíbet en el exilio, sobre la conocida como Revolución de Lhasa, en la que, después de que monjes tibetanos hubieran sido detenidos por la policía china durante unas manifestaciones, el pueblo tibetano de Lhasa se sublevó y quemó tiendas y comercios de los khan (chinos de la provincia de Khan establecidos en el Tíbet), lo que fue brutalmente reprimido por las fuerzas de seguridad chinas provocando decenas de muertos entre los manifestantes -, conocí a Tom.
Tom era ya una persona mayor, de unos setenta años, y de él irradiaba una energía, una paz, una generosidad, una amabilidad y un respeto por todos aquellos que le rodeaban, que a uno no le dejaban indiferente. De nacionalidad australiana, estaba retirado del ejército del que ahora cobraba una pensión que le permitía seguir viviendo. Si hubiera tenido que catalogarlo dentro del pueblo australiano, habría dicho que los antepasados de Tom habían sido gente bondadosa del imperio británico que emigró a Australia sin un objetivo bien definido, sin saber bien qué iban a hacer allí. No sabían si iban a buscar un trozo de tierra o a realizar un poco de obra social, a “pacificar i socializar” tanto a nativos cómo a brutales europeos desterrados en las Antillas por sus fechorías en el Viejo Continente. Por su manera de ser, la realidad del continente australiano tan solo les dejó una salida: desvivirse por los otros.
De aspecto grandote - ni gordo, ni delgado, de complexión fuerte -, bigote blanco frondoso, anteojos perdidos a lo largo de la nariz, con una cara bondadosa o, mejor dicho, de la misma bondad había nacido su cara, pronunciaba un inglés exquisitamente perfecto y lento para que todos le pudiéramos entender. Al entrar en el cibercafé oí cómo, Tom, no paraba de disculparse por haber llegado media hora tarde. Sí, porque él había quedado con Hom para que le mirara si podía imprimir un documento Word con su ordenador, el de Tom, ya que el día anterior no había conseguido imprimirlo en ninguno de los del cibercafé. Tom, con sus bermudas caqui, camisa manga corta de color oscuro y sus sandalias, se disculpaba y se disculpaba otra vez. Lo sentía muchísimo por haber llegado tarde, pero se había encontrado mal. ¿Muy tarde había llegado? le preguntaba Dil Gautam, el dueño del cibercafé, de pelo cortado al uno con el deseo de esconder una calvicie declarada, una sonrisa jockeriana divertida, unos ojos que transmitían serenidad y una gran persona también. No, tan solo media hora, pero eso, para Tom, era demasiado. Bueno, pues, entonces, tranquilo, treinta minutos tarde, en Nepal, no son nada, es hasta llegar a la hora, le decía Dil con ritmo pasusado y tanquilo, mientras acercaba su mentón al cuello y lo miraba desde sus cejas para darle más solemnidad y trascendencia a sus palabras. Tom daba vueltas caminando sobre un pequeño círculo invisible que no le permitía salir de sus pensamientos, mientras iba diciendo “I am really sorry, really sorry”. Lo bueno del caso era que Hom ni tan solo había llegado todavía, así que todo el mundo se hacía el despistado ante la grotesca situación que se estaba dando: Tom disculpándose por llegar tarde a una cita a la que la otra parte aun no había llegado. Si me apuráis, debido a los personajes de la misma, un poco escena Mounty Paiton.
Vista la situación e intuyendo que yo podría echar una mano en lo de imprimir o no ese documento, decidí intervenir.
- No, desde tu ordenador no vas a poder imprimir en la impresora del cibercafé si no instalas el software de ésta en tu ordenador -, le decía. - Y me parece que - miré a Dil y me hizo un no claro moviendo la cabeza varias veces hacia sus lados - va a ser difícil que lo encuentres.
- Oh, pues esto va a ser un problema - se lamentaba con un tono apacible, hasta burlesco, Tom.
Finalmente, llegó Hom con cuarenta y cinco minutos de retraso. De complexión fuerte y mirada avispada, no se parecía en nada a Dil, pero se complementaban en el trabajo. Dil, el dueño, sentado en su butaca y atendiendo a los clientes desde allí, principalmente, a los que buscan treking, rafting, cayaking o un safari por la selva. Y Hom atendiendo a todo lo relacionado con Internet. Sus conocimientos informáticos - ¡nada del otro mundo! - y su aspecto chulito-modernillo le posibilitaban pavonearse entre aquellos turistas despistados que querían enviar un email y que casi no sabían ni cómo se encendía un ordenador. Padres que en su vida habían necesitado enviar un email pues su entorno más cercano no distaba más de unos pocos quilómetros de su casa y que, ahora, desde esos lugares, tenían la necesidad inconmensurable de enviar un email gracioso a sus hijos, a su email del trabajo “Porque mi hijo trabaja en……, sabes”. En el sitio en que me encontraba ahora, estos turistas abundaban pues estaba plagado de gente de todo el mundo que venía a hacer treking en grupos, hasta en familias. Posiblemente, los mejores trekings del mundo.
Hom, con Tom, parecía haberse desvivido la tarde anterior, como de hecho lo hacía con todo aquél que lo necesitara. Así que Tom, ahora, dirigía sus disculpas a Hom y le volvía a repetir que había llegado tarde porque se había encontrado mal. Hom, desconcertado por haber llegado más tarde él que Tom, miraba a los otros miembros del cibercafé que, cuando veían su mirada, la esquivaban y hacían un gesto con la mano diciéndole que ni tan solo se dirigiera a ellos. Hom le decía a Tom que tranquilo, que no pasaba nada, que había peores cosas en el mundo por las que preocuparse.
- Oh, sí, claro, ¡pero yo he llegado tarde! - decía Tom apesadumbrado. Yo, sin poder evitarlo, esbocé una sonrisa. Él me miró y dijo: - ¿Lo entiendes, no, Julian?-. Tom estaba al quite de todo, no se le escapaba una. Aunque cometía el mismo error que mucha gente, que, incrédula de que me llame Juli como si fuera una chica, me cambiaban el nombre. Y yo le respondía:
- Sí, sí, claro, te entiendo perfectamente -. Él me mandó una mirada cómplice y esto provocó en mí la duda de si la tremenda exageración del hecho guardaba más relación con la educación, que con el perdón. Aunque a él, llegar tarde, le sabía mal. Esto era un hecho.
Los minutos fueron pasando y cuanto más observaba a Tom, más quería saber a qué se dedicaba. Me hizo la impresión que podía ser uno de esos reporteros de antaño, de ésos que se patean las ciudades y los lugares sobre los que tienen que escribir, a pesar de su edad, tipo el maestro Kapuscinski. Porque estaba claro que él no había venido aquí a hacer treking ni ningún deporte de riesgo, no era un turista despistado, más bien parecía todo lo contrario: controlaba toda la situación. Así que se lo pregunté, si era periodista. Él se giró sobre su silla, miró a ambos lados, como escrutando “si había moros en la costa”, se levantó y se vino a sentar a mi lado. Allí, en ese cibercafé perdido entre las montañas del Himalaya, Tom empezó a contarme su increíble y apasionante historia.

Retirado del ejército y viudo, a Tom le diagnostican un cáncer terrible en la parte izquierda del cuello extendido por el pecho de ese mismo lado. Diagnóstico, malo: pocos meses de vida, a lo más estirar, un año. Tom, deprimido y solo, decide tomar -¡tiene gracia este verbo aquí!- una decisión vital, existencial, y se vende todas y cada una de las pertenencias que tiene. No le queda nada, tan solo unas cuantas mudas. Ni tan solo una goma de borrar le queda para vender. Eso sí, a pesar de todas las tomaduras de pelo de comisionista y demás mequetrefes - siempre ávidos y al acecho de los individuos débiles de las manadas sociales para robarles lo que puedan -, a Tom le queda, en una mano, mucho dinero contante y sonante y, en la otra, un billete de avión solo ida al país más místicamente célebre: la India. Allí ha decidido ir a morir.
Se instala en Pahar Ganj, un tumultuoso y apretado bazar de Delhi dónde, los mochileros, van a dormir gracias al buen precio de los hoteles y guest houses que allí hay. Como es sabido, en las grandes ciudades, y más en Delhi - capital de la emergente India que aumenta su población a un ritmo de veinte mil nuevas persona al día-, los focos de pobreza son dantescos. Y, en Pahar Ganj, se encuentran gran número de indigentes, niños recogiendo basura, gente que trabaja llevando carros imposible de ser carreteados, gente que trabaja de sol a sol por un salario mísero, que necesitan de una ayuda para, tan solo, seguir subsistiendo. Y allí estaba Tom, para ayudarles, para compartir su soledad. Tom pasó los días allí, en Pahar Ganj, viendo pasar a esos niños hambrientos, a esos trabajadores que no conocen más que el sufrimiento, y les ofrecía comida, unas rupias, un rato con quién hablar, compartir, ser querido. A cambio de, de nada. Tom iba dilapidando su patrimonio o, más bien dicho, lo iba compartiendo con quién más lo necesitaba. Diferentes concepciones de un mismo hecho.
Los días, las semanas y los meses fueron pasando hasta que se acercó la fecha de ese fatídico año que le habían dado de vida. Pero Tom allí seguía, vivito y coleteando, compartiendo su pequeña fortuna. Los años fueron pasando. Tom no lo podía creer, pero así era. Estaba vivo, y sin signos de recaída.
¡Doce años pasaron! hasta que, una mañana, Tom, después de levantarse en su minúscula habitación en India, se da cuenta de que algo le incomoda en el cuello. Al mirarse en el espejo ve, horrorizado, cómo un “bulto” se levanta en su cuello. Decide no prestar atención, pero, a medida que van pasando los días, el tumor aumenta su tamaño hasta hacerse tan grande que Tom parece uno de esos pobres de la calle, con elefantiasis, que vagan pidiendo que alguien les ayude con su “enorme” problema. Así que, finalmente, Tom decide volver a Australia para ver a su médico.
Éste, sorprendido, no puede creer que Tom todavía siga con vida, aunque las perspectivas de futuro no son muy alentadoras. Debe ser operado de inmediato para extirpar ese enorme tumor. La operación no da todos los resultados esperados y a Tom se le diagnostica una semana de vida. Incomprensiblemente, la semana pasa y Tom continúa en la cama del hospital recuperándose. Las semanas pasan y, debido a que Tom “no muere” y se recupera a pesar de tener el cuello destrozado, de tanta infección sufrida, el hospital decide mandarlo para casa, de un amigo pues él no tiene. Al volver al hospital para hacerse una revisión, y con la inmensa sorpresa del doctor que no entiende cómo es que sigue con vida, al hacerle las pruebas y con incredulidad de todos los médicos allí presentes descubren que, el cáncer de Tom, ¡ha desaparecido!
Cuando Tom llega a este punto de la explicación, esboza una sonrisa. Con el dedo índice de la mano derecha, señala con orgullo la bárbara cicatriz que le recorre el cuello por su parte izquierda, baja hacia su hombro izquierdo y, a mitad de la clavícula, se adentra hacia el pectoral, hasta llegar al esternón. Al ver la cicatriz uno puede adivinar cómo, los médicos, levantaron la “manta” e hicieron limpieza debajo de ésta. A pesar de su buen trabajo, fueron los propios médicos los que no comprendían qué había pasado. Tom pasó un buen tiempo recibiendo emails de doctores de todo el mundo que le pedían que les contara su caso, incrédulos de que tan irrefutables pruebas científicas, ¡hacía ya doce años!, de un cáncer en metástasis hubieran dado este resultado: vida.

Después de que a uno le cuenten una historia así, ¿uno qué debe hacer? Te sientes tan pequeño, crees que cualquier cosa que digas va a ser tan insignificante que, sencillamente, permaneces en silencio mirando fijamente a la persona que te la ha contado.
Tom se levantó de la silla y dijo, mientras me miraba desde las alturas y gesticulaba con las manos:
- Ahora, estoy aquí en India. Solo. Sin nada. Lo perdí todo, mi mujer. Lo vendí todo, mi casa, mi coche, mis muebles. Y lo gasté todo en los demás proveyendo una muerte segura. Ahora, dependo del Gobierno Australiano para seguir subsistiendo ya que tan solo tengo lo que recibo de ellos: una pequeña pensión del ejército -, y se fue con la cara triste del que lo ha perdido todo a su silla. Yo no podía dejar de mirarlo y él lo sabía. Al cabo de unos instantes de haberse sentado, giró la cabeza y transformó su cara pasando del estado más sórdido y deprimido de una persona, a un estado de plena felicidad. Esbozó una sonrisa de oreja a oreja y dijo: - Más de la mitad de mi pensión sigue yendo a parar a las manos de los más pobres. Sin intermediarios, se la doy directamente yo -. Se giró y se sumió en la escritura de algo que desconozco.
Intenté volver a sumergirme en la crónica de Catalunya Radio, pero era imposible dirigir mi atención a algo diferente de la historia de Tom. Al cabo de unos minutos, oí una voz que decía:
- ¡Julian! ¿Sabes que la vida - miró y señaló para arriba, al cielo, y a todo lo que nos rodeaba - nos devuelve exactamente todo lo que nosotros le damos? -. Ningún derramo de religiosidad.

Cuando recuerdo la historia de Tom, no puedo evitar preguntarme: “Si fuéramos todos Tom, ¿qué pasaría?”. Todos sabemos la respuesta. De ella deriva, a la vez, la siguiente aterradora pregunta: “Entonces, ¿soy yo el problema?”
GUIA PARA LA LECTURA


En el Blog voy a escribir sobre mi actual viaje, voy a colgar artículos y reportajes rechazados por periódicos y revistas, hablaré sobre sentimientos que pueda tener sobre situaciones actuales - generales o personales -, así como también pondré capítulos, o parte de estos, del libro que estoy escribiendo.

Para que podáis identificarlos perfectamente, al principio de cada día, en el título, habrá escrito de qué se trata (Viaje, Artículo, Reportaje, Feelings, Libro). Del mismo modo, habrá un número, después del título, que os permitirá identificar rápidamente, a través del índice, el capítulo, reportaje,..., o artículo en el que os habéis quedado.

Espero que disfrutéis tanto leyendo como yo escribiendo.

martes, 25 de marzo de 2008

En este Blog no pretendo otra cosa que dar a conocer mi experiencia como viajero. Todo se ve bajo mis ojos, bajo mi mirada. Asi que no pretendo dar a conocer ninguna verdad, ninguna solucion milagrosa a los problemas del mundo. Tan solo narro mi experiencia que, a los ojos de otro, seguro sera diferente. Pero a los mios, es la verdad.


Para empezar, hoy - martes 25 de marzo de 2008 -, desde Pokhara (Nepal), tan solo anadir que el ordenador del cibercafe en el que me encuentro no tiene ni acentos ni... esa "n" con el palito arriba que la cubre. Imposible que os la escriba pues no la tengo en el teclado. Ni tan solo el sonido puedo escribiros - como si fuera la "l" por "ele" - ya que, evidentemente, el sonido lleva implicito la letra. Imposible.

Pasara asi con muchas mas cosas? Me refiero a que, si no nos dan las herramientas necesarias, pueden evitarnos descubrirlas?